“Cuando usted compra un Ferrari, está pagando por el motor. El resto se lo doy gratis.”
Enzo Ferrari
Desde que Karl Friedrich Benz creó el primer automóvil de combustión interna en 1886 y, más tarde, en 1908, Henry Ford comenzó a producir automóviles Ford Modelo T en una cadena de montaje, el mundo no volvió a ser el mismo. José Ortega y Gasset escribió que «La civilización no dura porque a los hombres sólo les interesan los resultados de la misma: los anestésicos, los automóviles, la radio. Pero nada de lo que da la civilización es el fruto natural de un árbol endémico. Todo es resultado de un esfuerzo. Sólo se aguanta una civilización si muchos aportan su colaboración al esfuerzo. Si todos prefieren gozar el fruto, la civilización se hunde.»
Ahora nuestras ciudades, nuestras casas y nuestros días giran en torno al auto. Hoy hablaremos de automóviles y letras, de libertad y de peligro, de velocidad y confort.
No se vaya, estarán Roland Barthes, Milán Kundera, Albert Camus y varios más.
El mensajero de lo sobrenatural
El jueves 6 de octubre de 1955 se presentó en el Salón del Automovil de París, el modelo DS 19, conocido como ‘Tiburón’, de la marca Citroen. El periodista José Luis Aranda del diario El País comenta que su estilo moderno y su innovador sistema hidráulico, “que le otorgaba una suavidad en la conducción impensable en la época”, provocó que la marca tuviera 80 mil órdenes de compra en los 10 días que duró la exhibición. En uno de esos “tiburones” viajaba Charles de Gaulle y su esposa cuando salvaron la vida tras ser atacados por 14 balas que quedaron incrustadas entre ruedas y pedazos de hojalata.
El filósofo Roland Barthes escribió en su libro Mitologías un breve apunte sobre este coche que causó gran emoción en su país. Dice así el texto de Barthes:
Se me ocurre que el automóvil es en nuestros días el equivalente bastante exacto de las grandes catedrales góticas. Quiero decir que constituye una gran creación de la época, concebido apasionadamente por artistas desconocidos, consumidos a través de su imagen, aunque no de su uso, por un pueblo entero que se apropia, en él, de un objeto absolutamente mágico. El nuevo Citroën cae manifiestamente del cielo por el hecho de que se presenta, antes que nada, como un objeto superlativo. Es preciso no olvidar que el objeto es el mejor mensajero de lo sobrenatural: se encuentra fácilmente en el objeto, a la vez, perfección y ausencia de origen, conclusión y brillantez, transformación de la vida en materia (la materia es mucho más mágica que la vida), y para decirlo en una palabra en el objeto se encuentra un silencio que pertenece al orden de lo maravilloso.
Poder y velocidad son inseparables

El automóvil fue el gran símbolo de la velocidad durante las primeras décadas del siglo XX. Por aquellos días el escritor italiano Filippo Tommaso Marinetti publicó su Manifiesto Futurista, en el cual escribió que “… el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva, la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo… un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla, es más bello que la escultura griega de la Victoria alada de Samotracia”.
El filósofo Paul Virilio decía que “poder y velocidad son inseparables. Poder es siempre poder de controlar un territorio con mensajes, modos de transporte y comunicación”. La expansión del uso del automóvil ocurrió a la par de una gran revolución tecnológica y de un momento político de gran convulsión. No sobra decir que el culto a la velocidad de aquellas décadas coincide con la llegada de los totalitarismos que provocarían la segunda guerra mundial.
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