“Nacemos entristecidos por nuestra incapacidad de trasladar nuestro complejo mundo interior a las palabras”.
—George Steiner
En el transcurso de la historia de la literatura han surgido, poco a poco, herramientas que permiten franquear esa imposibilidad, por lo menos desde sus dificultades técnicas. El siglo XX quedó marcado definitivamente por una de ellas: la máquina de escribir, un objeto que significó la revolución del pensamiento y la proliferación de la escritura, una máquina que sus operadores transformaron en un objeto mítico.
La máquina de escribir portátil Hermes de John Steinbeck que hoy en día está expuesta en su museo de California tiene una inscripción en la parte trasera. El autor estadunidense grabó ahí, con un objeto afilado, una sola frase: “la bestia interior”. Paul Auster se aferró hasta el final de sus días a su Olympia, a quien se refería como “un ser frágil y sensible […] uno de los últimos artefactos que quedaban del homo scriptorus del siglo XX”.
En 1952, Ian Fleming, creador del personaje de James Bond, había terminado de escribir Casino Royale y encargó a su representante en Nueva York una Royal Quiet Deluxe, una máquina de escribir dorada que le llegó desarmada y de contrabando a su residencia de Londres, e hizo de su instrumento de trabajo una especie de ídolo pagano.
Hemingway solía decir que su máquina era “dura como un whisky helado”. El escritor mexicano Carlos Fuentes quedó con el dedo índice de la mano derecha totalmente torcido, pues era el único de los diez que usaba para teclear. Todos los escritores han tenido una relación particular con ese escarabajo de metales y botones que apareció hacia finales del siglo XIX y se fue adueñando de los escritorios y, también, de los escritores.
La noche del 20 de febrero del 2005, en Colorado, un hombre en bata salió de su casa cargando su máquina de escribir y la dejó sobre la nieve que una tormenta había reunido en su patio trasero. Sacó un revolver de uno de los bolsillos de su bata, le disparó tres veces y luego se disparó en la sien. Era el legendario escritor y periodista Hunter S. Thompson.
“Las máquinas sólo pueden ser producto de nuestro ser, si examinamos las máquinas que construimos y la cosas que metemos en ellas, tenemos un dato único y fiable de cómo estamos evolucionando.”
—Douglas Copland
El amargo encanto de la máquina de escribir
En el tomo 5 de la Obra periodística de Gabriel García Márquez se puede encontrar el artículo que el escritor colombiano entregó a la redacción de El Espectador para su publicación el 7 de julio de 1982 y que lleva por título: “El amargo encanto de la máquina de escribir”. Compartimos un fragmento:
Cuando uno se vuelve mecanógrafo esencial ya resulta imposible escribir de otro modo y la escritura mecánica termina por ser nuestra verdadera caligrafía… En mis tiempos de reportero juvenil escribía a cualquier hora y en cualquiera de las máquinas paleolíticas de la redacción de los periódicos, y en las cuartillas de un metro que cortaban del papel sobrante en la rotativa. (…) Después tuve la desdicha de conocer una máquina eléctrica que no sólo era más fluida, sino que parecía ayudarme a pensar; ya no pude usar nunca más una máquina convencional.
La primera máquina de Gabriel García Márquez fue una Remington portátil que su padre le regaló, a mediados de la década de 1940, unos meses antes de que terminara sus estudios de bachillerato en el Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá. En su primera época como periodista, en los diarios El Nacional de Barranquila, El Espectador de Bogotá y El Universal de Cartagena, García Márquez aporreaba las teclas de una Standard 31, también de la marca Remington. Un cambio le vino bien cuando estuvo en El Heraldo de Barranquilla, donde utilizó una Underwood SX100. En esa máquina habría escrito su columna “Jirafas”, firmadas con el pseudónimo de Septimus. En una de estas entregas García Márquez escribió, con mucho humor, lo siguiente:
La jirafa es animal vulnerable a los más imperceptibles resortes editoriales. Desde el instante en que se piensa —aquí, frente a la Underwood— la primera palabra de esta nota diaria, hasta el instante en que llega, madrugadora y campante, a manos de los lectores, se halla de modesto cuello y medianas extremidades, si no, inclusive, con el león de la Metro en persona. Desde las tres de la tarde —hora en que nuestro fantasma Septimus se sienta a hilvanar sus tonterías adjetivadas— hasta las seis de la mañana del día siguiente, la jirafa es ya triste e inerme animal indefenso, que puede romperse una coyuntura a la vuelta de cualquier esquina. En primer término, hay que tener en cuenta que esto de escribir todos los días catorce centímetros de simplicidades, es cosa poco grata por muy temperamentalmente simple que sea quien lo hace.
En su época en París, García Márquez trabajó sus textos en una Olivetti Lettera 22, máquina que le obsequió su amigo Plinio Apuleyo Mendoza. En aquella máquina fueron cayendo una a una las palabras de El coronel no tiene quien le escriba. Durante sus años como periodista cinematográfico en México su herramienta de trabajo fue una Torpedo 18; en esa misma máquina habría comenzado Cien años de soledad, terminado más tarde en una Smith-Corona Electric que hoy forma parte de la Biblioteca Nacional de Colombia.
La era eléctrica llegó y el colombiano cambió la Smith-Corona clásica por una con enchufe, con la cual dio forma a El otoño del patriarca y La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada.
Sobre la escritura en este artefacto García Márquez apuntó en su artículo de 1982: “Los que escribimos a máquina no podemos ocultar por completo cierto sentimiento de superioridad técnica, y no entendemos cómo fue posible que en alguna época de la humanidad se haya escrito de otro modo”.
En 1985 García Márquez publicó El amor en tiempos del cólera, su primera novela escrita en el procesador de textos de una computadora.
Breve historia de la máquina
La historia es así. En 1850 el francés Pierre Foucault creó el “rafígrafo”, una máquina concebida para ayudar a los escritores con discapacidades. Seis años después, en Piamonte, Italia, Guiseppe Ravizza construía el Cembalo Scrivano o clavicémbalo para escribir. Ya en en 1870, un clérigo danés de apellido Hansen creó una bola de escribir, la Skrivekugle, un artefacto extrañísimo que se asemeja a una bomba con teclado para decodificarla o a una mina marina. Uno de los clientes del clérigo Hansen fue, ni más ni menos que Friedrich Nietzsche, que le encargó una en el año de 1882 pues su vista se deterioraba rápidamente debido a la sífilis que había contraído años atrás. En la bola de escribir solo podían usarse letras mayúsculas. Nietzsche escribió en ella el siguiente poema:
“LA BOLA DE ESCRIBIR ES UNA COSA COMO YO: HECHA DE HIERRO PERO QUE SE RETUERCE CON FACILIDAD EN LOS VIAJES. PACIENCIA Y TACTO SON NECESARIOS EN ABUNDANCIA, COMO TAMBIÉN DEDOS DELICADOS PARA USARNOS”.
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